“Un bebé aguanta temperaturas extremas”
La psicóloga Andrea Gálvez ha iniciado una cruzada contra la sobreprotección infantil. Sus argumentos, expuestos en “Seres de goma” (Gedisa, 2010), le han valido el menosprecio de numerosos compañeros y asociaciones ciudadanas. Sin embargo, ella sigue empeñada en desautorizar el instinto maternal en una sociedad civilizada y lo hace apelando a los datos: “Los españoles gastamos anualmente 6534 euros en absurdos protectores para enchufes. Todo ese dinero lo podríamos invertir en ocio y cultura”, sentencia.
En el domicilio de Gálvez -poblado por tres criaturas de 1, 4 y 6 años de edad- no hay ni un solo enchufe protegido. Tampoco hay plásticos en los afilados cantos de las mesas y las ventanas del salón están abiertas “porque a mis niños les gusta salir a tomar el aire en la repisa”. Ante mi expresión horrorizada, la psicóloga argumenta con rotundidad: “Es un sexto piso. Te das cuenta al asomarte a la ventana. Y un bebé también se da cuenta. Si se tira es que es tonto. Pero lo es ahora y lo sería a los 40 años”.
Andrea se interesó por la obra de Charles Darwin al poco de ingresar en la universidad y está convencida de que “la paranoia de la sobreprotección está convirtiendo a nuestras crías en seres inadaptados”. Algunos aseguran que tiene una visión simplista y radical del darwinismo, pero ella insiste en que “la idea de que un bebé es como un coche caro que se puede rallar en cualquier momento da dinero a mucha gente. Los mismos que compran fundas para el iPhone compran máquinas absurdas para esterilizar chupetes. Ya va siendo hora de que tratemos a los niños con respeto, no como si fueran imbéciles o piezas de coleccionista”.
Con la fortuna de su marido -un multimillonario inglés que se encuentra en estado de coma voluntario- la entrevistada financió tres equipos de investigación que, según apunta en “Seres de goma”, han podido demostrar la capacidad que tienen los bebés para soportar condiciones de supervivencia extremas. “Trabajamos con un equipo de bebés voluntarios. Críos que gatearon sobre brasas, que soportaron varios voltios de electricidad atravesando su cuerpo y que llegaron a tragarse cosas que asustarían a un faquir”, explica Gálvez. Al parecer, los experimentos “sólo se cobraron seis vidas, es decir, ni siquiera un 10% del total de niños que colaboraron con nosotros”. Su conclusión es clara: mantener a los niños alejados de los peligros de la vida diaria es contraproducente y responde “a la superstición paterna que lleva a encerrar a los hijos en burbujas tan endebles como sus propias vidas”.
Todo esto me lo cuenta mientras comemos en la cocina de su amplio apartamento de la calle Serrano, en Madrid. Intento disfrutar del estofado pero Jorge, el más pequeño de los hijos de la entrevistada, insiste en acercarse con temeridad a la vitrocerámica. “Pasa de él. Cuando se fríen las rodillas por segunda vez ya aprenden a esquivar las zonas calientes”, apunta Andrea. Como se da cuenta de que sigo sin estar convencido, la mujer agarra el cuchillo que tiene en su mano izquierda y se lo lanza al pequeño. El bebé se tira al suelo para esquivarlo, chilla a modo de protesta y se refugia detrás de la lavadora. “Qué bueno es, el hijo de puta”, exclama la madre satisfecha. Incómodo por la tensión que se respira en el ambiente, decido no quedarme a los postres.